(Un ejemplo acerca de cómo la verdad protege a quienes la honran).
Cierto día, un gran sabio dio una charla muy bonita debajo de un gran árbol llamado baniano. Muchas personas se habían acercado a escucharlo y estaban sentadas sobre la tierra, el pasto y las hojas caídas. Como hacía frío habían llevado mantas, almohadones y canastos con pastelitos, tazas y termos de té caliente. Un ladrón quiso aprovechar la ocasión para robar las carteras y billeteras de la gente que seguramente estaría distraída escuchando la charla. Sin embargo el que se distrajo fue él, porque las palabras del sabio resonaron en su corazón con una dulzura y fuerza muy especiales. Se olvidó por completo de su misión y se sentó a escuchar él también entre las últimas filas, cerca del estanque de piedras lisas y musgo verde. Cuando terminó de hablar, el sabio cerró los ojos suavemente y las personas comprendieron que debían marcharse en silencio. Se fueron retirando en susurros, dejando sobre la tierra la tibieza de sus mantas. Los pájaros del baniano, poco a poco, se animaron a descender de sus ramas y picoteaban alegres aquí y allá los restos de las migas, los pancitos y pastelitos que la gente había comido. Solo quedaban para acompañarlos el sabio y el ladrón, sumergido profundamente en su alma mientras acariciaba con una ramita el estanque adormecido. Finalmente el ladrón se acercó al gran árbol y se inclinó ante el sabio.
–Te escuché con atención y me gustaría poder vivir de acuerdo con lo que nos enseñaste hoy. Pero soy ladrón y no creo poder dejar de serlo.
–¿Es sincero tu anhelo por mejorar?
– La verdad que sí, lo es.
–Tienes entonces todo lo que hace falta. Te daré mi bendición y una única estrategia: debes decir siempre la verdad, sin importar las circunstancias.
El sabio calló nuevamente y el ladrón se retiró con respeto y bastante satisfecho. ¡Podía seguir robando siempre y cuando dijera la verdad en todo momento y lugar! Con total confianza en esta enseñanza, decidió ponerla a prueba animándose a conseguir botín más grande y valioso que existía en la ciudad. Ya atardecía y el ladrón apuró el paso encaminándose hacia su meta: robaría esa misma noche el tesoro de joyas del rey. Sorteó con experiencia los guardias del portón principal y ya avanzaba por los jardines del palacio cuando se encontró con un desconocido de frente.
–¿Buen hombre, adónde vas y con qué motivo?, le preguntó sonriendo.
El ladrón titubeó un segundo pensando una excusa que resultara creíble cuando recordó su promesa al sabio y cambió de opinión.
–A robar el tesoro real, contestó decidido a decir la verdad.
Para su sorpresa, el desconocido se entusiasmó con la noticia y hasta ofreció ayudarlo, asegurándole que conocía muy bien el camino hasta el tesoro y que tenía además las llaves para abrir todos los cofres.
– ¿Me permites que te acompañe? ¡Será una gran aventura!
–¡Con gusto!, dijo el ladrón satisfecho sin poder creer en su suerte. Ni siquiera tendría que forzar los candados para poder cumplir con su cometido.
Y así, juntos, vaciaron todos los cofres y cargaron en grandes bolsones las monedas de oro, las coronas y las joyas. Dejaron tan sólo una esmeralda bellísma bien a la vista, como consuelo para el rey.
Ya fuera del palacio, en las calles angostas y silenciosas del pueblo, se repartieron el botín y el desconocido se despidió lleno de entusiasmo.
– ¡Me gustó tanto trabajar juntos! ¿Me dirías dónde puedo encontrarte para que volvamos a robar juntos algún otro día? ¿Cuál es tu dirección?
Por lo general el ladrón no daba su dirección, ni siquiera a un colega, y ya estaba por inventar un domicilio falso cuando recordó nuevamente la indicación del sabio. Así que anotó en un papel todos sus datos, incluyendo su nombre y la calle donde se hospedaba y se lo entregó. Se dieron un fuerte apretón de manos y cada uno se perdió por los oscuros caminos de la ciudad caminando en sentidos opuestos.
El ladrón se escabulló por callejones oscuros y angostos, llenos solo de polvo y de charcos vacíos, alejándose más y más del palacio real. El otro hombre guardó con cuidado el papelito con la dirección del ladrón en su bolsillo y regresó hacia el centro de la ciudad, donde estaba el palacio. Todos los guardias lo reconocieron de inmediato y le abrieron el paso con todo tipo de ademanes que indicaban respeto aunque en realidad estaban algo sorprendidos: ¿qué haría el rey paseando sólo por la ciudad a la medianoche?
¿El rey?, se preguntarán ustedes. ¡Sí! ¡El mismísmo rey que entró al palacio, escondió muy bien su parte del botín y se fue a dormir sumamente complacido, con una sonrisa llena de picardía que le duró hasta que se despertó al día siguiente! En cuanto amaneció, saltó de la cama y mandó a llamar a su primer ministro para que le trajera la corona de diamantes, rubíes y esmeraldas guardada en el tesoro real.
El hombre volvió a los pocos minutos con las malas noticias.
– ¡Su Majestad! ¡Han entrado ladrones! ¡Vaciaron el tesoro! No dejaron siquiera una pequeña piedra preciosa. ¡Que desgracia! exclamó y pareció desmayarse de tanto desconsuelo que tenía.
– ¿Ladrones? ¿Se llevaron mi tesoro? ¿Ni siquiera una esmeralda han dejado?, preguntó el soberano aparentando gran desesperación. ¡No es posible! Te pido que vuelvas y que busques muy, pero muy, muy bien y te fijes si no dejaron aunque más no sea una piedra preciosa que pueda consolarme de tan grande pérdida.
Pero el primer ministro regresó al poco tiempo y aseguró que no había quedado absolutamente nada.
– ¿Estás seguro de que esto es cierto?, insistió una vez más el rey queriendo darle una oportunidad más.
– Estoy seguro, afirmó el ministro un tanto nervioso tanteando algo oculto en su bolsillo.
El monarca tomó entonces el papelito que el ladrón le había dado durante la noche.
–En ese caso, te pido que traigas a este hombre a mi presencia –ordenó.
¡Qué grande fue la sorpresa del ladrón al ser llevado al palacio y descubrir que su colega de la noche anterior era el mismísimo rey, que al verlo llegar, le preguntó:
– ¿Dígame, sabe usted quién ha robado el tesoro real?
– La verdad que sí –contestó el ladrón con la boca reseca pero cada vez más aferrado a decir la verdad como única esperanza.
– ¿Quién fue?, insistió el rey.
– Lo robamos usted y yo, dijo el ladrón en voz clara y fuerte levantando al instante un coro de murmullos escandalizados entre los ministros reunidos.
– ¿Y dejaron algo en el tesoro?
– La verdad que sí, repitió el ladrón sintiendo ya una confianza increíble en esta única respuesta. Dejamos una magnífica esmeralda bien a la vista, como consuelo.
El rey clavó entonces la mirada en el que había sido su hombre de más confianza, su primer ministro, y sin quitarle la vista de encima pidió a los guardias que lo revisaran. No se equivocó en dudar de él: escondía en el bolsillo derecho de su traje la esmeralda desaparecida. Se volvió entonces al ladrón y le habló con auténtica alegría.
– Querido amigo, hasta ayer eras un ladrón, pero me has demostrado que jamás mientes. Mi ministro también es un ladrón que se quedó con la preciosa esmeralda pero además, es un mentiroso. Me entristece saberlo pero estoy feliz de haber descubierto su verdadera naturaleza. Si me miente en lo pequeño, ¿cómo podré confiar en él en asuntos más graves? Vos, en cambio, dijiste la verdad en todo momento, incluso arriesgando tu vida por ello. Puedo creer en tu palabra. Si prometes no volver a robar, a partir de hoy serás mi primer ministro.
Y como lo que el rey quería era lo que sucedía, así se hizo.
Muchas veces, desde aquel día, el nuevo primer ministro del rey se acercaba al borde del estanque verde y acariciaba sus suaves aguas con un ramita del gran baniano mientras en su corazón susurraba: defenderé a la verdad con mi vida misma y ella me defenderá toda mi vida.